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martes, 29 de junio de 2010

EL FUEGO DE SAN JUAN

El jueves de la semana pasada fue el día de San Juan. En la madrugada de Palencia como en otros tantos sitios se celebró el solsticio con una hoguera a la luz de la luna, cuyo fuego se prendió en el primer minuto del mítico día. La gente se aglutinó disfrutando de un aire festivo donde gravitaba la magia nocturna. La tradición nos la muestra como una noche especial con la que nos desprendemos de todas las malas vibraciones a través de la llama purificadora.

Habían pasado más de 12 horas de ese especial acontecimiento y me encontraba recorriendo una calle Mayor muy concurrida, aunque esta vez se debía al horario y lugar eminentemente comerciales. El sol de media mañana de San Juan, en su punto más alto, era generoso, hecho que propició que el gentío estuviera en la calle aunque ya ajeno al ambiente animado y divertido de la pasada madrugada.

Me dirigía de nuevo al trabajo con las prisas de siempre cuando el semáforo, por llevarme la contraria, me obligó a parar en el único punto no peatonalizado de la calle: Los Cuatro Cantones. Se trata de la intersección de dicha calle principal con la unión de las calles Don Sancho y La Cestilla. En la espera, primero pasó la circulación automovilística en bloque, y más tarde, ocasionalmente, algún coche alterno. Aunque el tráfico rodado ya se había esfumado, la esperada luz esmeralda para los apresurados viandantes se resistía en aparecer.

No me habría dado cuenta de la imprudencia si no hubiese sido por las voces que un hombre situado a mi derecha, en apariencia jubilado, profirió recriminando la conducta de la mujer que se saltó la norma de seguridad vial cruzando la calzada para dirigirse a nuestra orilla. Fue tan insistente en sus reproches, afeando la actitud de la transgresora, que giré la cabeza para mirar al señor que, por su aspecto e indumentaria, parecía estar disfrutando de un vacacional paseo a la altura del regodeo que le producían sus amonestaciones: -Señora, le dijo. A ver si aprende usted que no se puede cruzar en rojo. Parece mentira, a sus años. Luego pasan las cosas y nos quejamos…

Toda esta retahíla lo expresaba ataviado con un sombrero Panamá y el gesto torvo de un bigote recortado mientras se giraba hacia la persona objeto de su indignación. También yo me volví para ver la expresión de la mujer que, cabizbaja y avergonzada, intentaba huir cuanto antes de la pública sanción. Era alguien a quien sus rasgos faciales y piel oscura delataban el origen latinoamericano.

El señor consciente de mis movimientos se dirigió a mí, preguntándome: -¡Qué bonito! ¿eh?. ¿Qué te parece la actitud de esta gente…?. A lo cual sólo acerté a responder que esperaba de él que fuera tan crítico con todo el mundo.

En mi apreciación de lo ocurrido se desprendía un olor a rancio con tintes de xenofobia o misoginia  (o ambas cosas a la vez) tan difíciles de depurar por las llamas sanjuaneras.

Como educador, el suceso derivó en una reflexión que me acompañó bastante tiempo sobre las conductas de los demás, susceptibles de ser un buen o mal ejemplo: Para el señor de bigote y sombrero Panamá, el mal ejemplo procedía de la acción de la mujer; para mí, salvando las diferencias, de ambas partes.

De vuelta a casa, más respetuoso que nunca con el tráfico, tuve que reconocer que no ando muy atinado cuando insisto en que nunca debemos saltarnos un semáforo delante de una niña o niño, aún cuando alguno de sus cuidadores mayores lo haga. Mi error radica en que no sólo hay que prevenir del mal ejemplo a la infancia, pues ésta no es la única etapa vital donde se encuadra el aprendizaje. Se nos olvida frecuentemente que todas y todos, cualquiera que sea nuestra edad, participamos en el interaprendizaje que es la capacidad de aprender con y a través de otras personas. Para P.H. Coombs la educación informal es un proceso que abarca toda la vida por el que acumulamos conocimientos, habilidades y actitudes mediante experiencias diarias y la relación con las y los demás.

Una vez en casa, todas mis cavilaciones educativas se transformaron en profundo pesar y confusión cuando, en el telediario, se emitió la noticia de la muerte de 12 personas y otras 17 heridas que se dirigían a la hoguera de San Juan, al ser arrolladas por un tren en Casteldefells. Aquí la imprudencia en alianza con la fatalidad tiñó la noche de luto.

¡Qué fuego tan devastador!

sábado, 13 de febrero de 2010

EL DEPORTE DE LAS REBAJAS

Esta semana ha sido fructífera en actividad física, cosa que me ha llenado de satisfacción. Hace ya más de dos meses que no practicaba ningún tipo de deporte ya que, desde ese tiempo, dejé de ir al gimnasio. Tal decisión fue tomada porque cada vez eran más y más frecuentes las excusas para no ir y, cuando lo hacía, para compensar las ausencias, me daba tales palizones en dobles sesiones de fitness, que me temo que hacían mella en mi cerebro generando endorfinas de pereza.

En mi intención de adentrarme en “actividad física”, empecé poniendo en práctica un dicho de mi pueblo y del que mi madre, con frecuencia, hace recurso: “Vale más un continuo que cien reventones”. Y así es como nació la pretensión de crear hábito en el saludable ejercicio de andar una media de 3 horas por la tarde (aunque ya he bajado la cuota a 2 horas solamente).

Como mi fuerza de voluntad es inversamente proporcional al confort del sofá en las sobremesas de televisión y siesta, para vencer la desgana he tenido que decantarme por pasear en aquellas calles comerciales repletas de escaparates que me atraen como un canto de sirenas.

De esta manera no es de extrañar que cada día haya regresado a casa cargado con alguna compra y muy cansado (aunque de esto último hayan tenido más culpa las rebajas). En fin, soy consciente de que los paseos me han salido por un ojo de la cara. El gim habría sido más económico. Pero tampoco era plan desaprovechar las oportunidades de saldo que se me presentaban al alcance de la vista.

domingo, 3 de enero de 2010

AÑO NUEVO, FELICITACIONES NUEVAS

Desde los días previos al comienzo de la Navidad, he recibido, como la inmensa mayoría de la gente que me rodea, mensajes con fórmulas al uso que expresan deseos de felicidad para el recién estrenado año: “Feliz año nuevo”, “Que el nuevo año esté lleno de felices acontecimientos”, “Próspero año nuevo”, “venturoso año nuevo”. "Salud y Suerte para el año que comienza", etc.

Han sido tantos y en la misma línea, que mueven a creer que el 2010 es una lotería especial donde los premios los vas encontrando con el devenir de los días. Lo imagino como a un bombo particular con 365 bolas en su interior. Tanto así, que al arrancar la portada del calendario para poner a descubierto el mes de enero, éste más que nunca, me ha parecido algo similar a un cartón de bingo.

En esta tesitura, he vuelto a echar la vista atrás para saber cuándo la fortuna me ha sonreído con algún acontecimiento feliz en el pasado 2009 que ya hemos dejado, y que no ha estado exento de los mismos deseos transmitidos tan enfáticamente. Aunque reconozco que ha sido un año fructífero, sinceramente, así de repente, no he conseguido localizar ningún día especial que se caracterizara por esa felicidad que con tanta efusión se me deseaba.

Siguiendo con el balance de los afortunados acontecimientos y venturas que me han traído los felices años viejos, recuerdo una conversación con una compañera de inglés cuando trabajábamos el “superlativo”, y que poníamos en práctica contándonos el día más feliz de nuestra vida. Ella me dijo sin titubear que fue el día del nacimiento de su hija. Al principio yo no conseguía entenderla, imaginándola en el paritorio con los dolores propios del parto. quise creer que lo decía en sentido simbólico al tratarse de una persona muy especial para ella. Yo, por estar a la altura, le hubiera dicho que el día que nació mi madre, pero no hace falta que asegure que de ese día no recuerdo absolutamente nada. Al final, haciendo memoria, le dije con pleno convencimiento que "the happiest day of my life…" fue cuando, a los nueve años, de regreso a casa tras acabar la escuela, comprobé que estaban instalando la primera televisión que tuvo mi familia. La satisfacción que me produjo ese acontecimiento ni siquiera ha sido comparable al día que me supe en la lista de aprobados en mi primera oposición para trabajar en la Administración Pública. Ahora pienso que una de las razones de tanta felicidad se fundamenta en lo esperados que habían sido esos momentos. Por lo que comprendí la posición de mi compañera apostando por el nacimiento de su hija.

Casi todas mis ocasiones de gloria no han surgido como algo fortuito sino que han tenido un proceso hasta hacerse realidad. En el caso de la televisión, fue el producto de que mis hermanas y hermanos, y yo mismo estuvimos insistiendo a mi padre (la efigie y el ideario mismo del ahorro en la familia) que se oponía a la compra, para que asintiera en la demanda general. Finalmente abdicó en su puja por otras prioridades en la maltrecha economía familiar y, así, con una financiación de doce mensualidades, tuvimos nuestra primera televisión en blanco y negro.

En los momentos culminantes e intensos de mi vida no ha habido una consciencia de felicidad. Tal vez porque ya lo era, ni siquiera he tenido un propósito de ser feliz: algo así le debe ocurrir a Violín, el canario, que recibe contento cada amanecer. Por eso, la felicidad que tan vehementemente deseamos, y que a menudo confundimos con un estado de gracia, me ha parecido una quimera que poco tiene que ver con el día a día. Por el contrario, refiriéndome en la felicidad real, la de andar por casa, creo asegurar con certeza de que nosotros mismos tenemos una importante implicación, por lo que hay que trabajarla diaramente. Hay que ejercitarla como a la salud con buenas prácticas saludables. Hay que preparar la mente para que la prosperidad comience por una amplitud de miras, aprendiendo a saborear los deleites pasajeros que la vida nos brinda. En fin, la felicidad debe ser protegida poniendo un especial cuidado en las relaciones humanas.

De todo corazón, FELIZ Y PRÓSPERO AÑO NUEVO.

viernes, 18 de diciembre de 2009

MIS AMIGOS ANIMALES


Con no poco malestar y algo de sentimiento de culpa, mi compañera de trabajo, Mª Jesús, se ha desprendido de su viejo coche. Éste la había acompañado desde hace muchos años, convirtiéndose en testigo de innumerables momentos de su vida. Con él había realizado viajes de todo tipo, como las excursiones de recreo a Santander, las vacaciones al camping, algún traslado de domicilio y, por supuesto, las rutas determinadas por las residencias de sus seres queridos, de las que no han faltado los desplazamientos de urgencia. Haciendo uso del viejo coche, en su interior se han albergado, en múltiples ocasiones, familiares y amigos que en él también han hecho camino. Con la venta, le parecía que se deshacía de todo un mar de recuerdos equipados en su maletero. “Si yo podría haber pasado con él toda la vida” –se lamentaba– antes de estrenar el flamante turismo con un montón de prestaciones de las que el otro carecía. No tardó mucho en negociar el cambio de propiedad del viejo camarada, ya que un joven experto en mecánica comprobó que a pesar de los muchos kilómetros a la espalda, estaba en muy buen estado como resultado de haber sido tratado con minucioso esmero. “Cuídalo bien” le dijo Mª Jesús al nuevo propietario quien, sin entenderla, se sonrió.

Este vínculo de lealtad se corresponde con las relaciones que, de antiguo, se han establecido entre las gentes y las bestias de carga que tanto han contribuido al levantamiento de nuestros pueblos y ciudades. Si se le tiene apego a una máquina, pensaba yo, cuánto no se le ha de tener a un ser viviente y sintiente. Por eso, nunca he podido entender el sufrimiento sin sentido infligido a los animales.

Las circunstancias que me rodean no me permiten tener las mascotas que me gustaría, principalmente porque no puedo dedicarle las atenciones y cuidados que merecen. Sin embargo mi casa la habita, también, un pájaro que me regalaron en el año 2003. Sé que como canario que es, estaría mejor en su hábitat natural retozando en las Islas afortunadas, pero como todas las aves de su especie que han nacido en cautividad, darles la libertad supondría remitirlos a una muerte segura. A veces lo saco de la jaula para limpiársela pero termina bastante agitado y con mucho estrés, por lo que procuro tenerlo fuera de ella el menor tiempo posible. Me lo dieron para que me sintiera acompañado con su canto, pero ya hace mucho que no interpreta ninguna serenata. A veces se anima a cantar cuando oye el ruido del agua que chorrea del grifo, pero las notas que emite no lo caracterizan como ave canora. Un amigo me dijo una vez que si Violín, el canario, no cantaba para qué quería seguir cuidándolo. Si fuera mío –decía– ya lo habría soltado. Ese día nada me indignó tanto, pues mi mascota no es un juguete ni un trasto viejo que tenga que ser sustituido.

A colación de la idea que muchos tienen respecto a los animales: que sólo sirven mientras són útiles, me viene a la memoria uno de los pasajes más tristes que sobre ellos tiene nuestra literatura. Se trata de un capítulo de “Platero y yo” que relata la desafortunada historia de una vieja yegua blanca que tuvo la desdicha de haber envejecido y tener un dueño con muy poca sensibilidad. Éste, cansado de dar de comer al animal lo llevó al "moridero". Pero la yegua aunque vieja, que ni oía ni veía siquiera, regresó a la casa de su amo: “Él, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al final, cayó al suelo y allí la remataron”.

Con esta narración pudiéramos caer en el fácil juicio de creer que la sensibilidad hacia los animales ha cambiado sustancialmente, y que nuestra cultura ya ha adquirido una conciencia tal, que nos lleva a censurar y pontificar ante casos semejantes. Sin embargo, al mismo tiempo, existe una gran incomprensión hacia los postulantes que sostienen que la naturaleza animal es sujeto de derecho. Este choque frontal se puede apreciar en estos días al plantearse el debate con quienes tratan de impedir que se exceptúe de la legislación de protección animal, a las mal llamadas manifestaciones artísticas que crean espectáculo con la tortura.