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martes, 8 de diciembre de 2009

LA NIÑA SAHARAUI

A través de la lucha de Aminatou Haidar, activista pro Derechos Humanos, mucha gente está conociendo la realidad del Sahara occidental, pueblo ocupado por un país no democrático. Mi interés por este asunto tuvo lugar, en cambio, hace ya unos años a través de la pequeña que nos iluminó el verano de 2004.

Era la niña más alegre y cariñosa que jamás haya conocido. Lo que más destacaba de ella era su permanente sonrisa, y sus ojos vivarachos. Mi madre ya me había puesto en antecedentes, cuando me dijo por teléfono que había sido la primera en conocerla, pues mi hermano Santiago y mi cuñada se habían dirigido a tal fin a la casa del pueblo: “Es una negrita de pelo ensortijado y la cara de lista” me decía desde el otro lado del auricular cuando me contaba emocionada la novedad más importante de la semana.

A los pocos días pude conocerla: Tenía un cuerpecillo pequeño pero con la esbeltez de un cisne. Era tal su delgadez que parecía que los bracitos se le fueran a partir. Pronto me robó el corazón como ya lo había hecho con toda la familia. Me inspiró una especial ternura y no tuve que esforzarme demasiado para ganarme su simpatía porque recibía agradecida, siempre con una sonrisa, cada muestra de cariño. Tanto así que, en su confianza, más de una vez me colgó el apelativo de “barriga gorda” mientras jugaba y se reía conmigo.

No podía evitar darme cuenta de alguno de sus comportamientos tales como la actitud que tenía cuando a mi sobrino y a ella se les daba la propina para que compraran dulces o chuches. A diferencia del niño que valoraba el dinero por los planes que con él hacía, la niña no tenía tanta prisa por invertirlo. Disfrutaba teniéndolo en la mano moviendo las monedas con sus dedillos y observándolas detenidamente. Hasta donde se pueden adivinar estas cosas entendí que, aunque ella no desconocía el significado del dinero, nunca antes había sido dueña de nada.

La niña saharaui con el nombre de una reina no sabía cuantos años tenía: desconocer el día de su cumpleaños no le ayudaba a llevar la cuenta. Pero era una niña muy lista y no tuvo ningún problema en aprender nuestro idioma y soltarse a hablar en español. Le gustaba mucho nuestra tierra y siempre que le preguntábamos nos decía que estaba pasando un verano muy agradable. En este sentido pudimos dar fe de que, con ella, los objetivos de la Asociación “Amigos del pueblo Saharaui” se habían cumplido. Estaba disfrutando de una vida de regalo de la que no debería privarse a ninguna niña o niño.

Entre todos nosotros, empezando por mi cuñada y mi hermano, quienes tenían la responsabilidad, procuramos que la niña sólo se preocupara de ser feliz. Nos disgustamos el día que un niño de su propio poblado, también de vacaciones en España, le volvió la espalda porque interpretamos que este desprecio podía haberse repetido ya antes.

Tenía especial inclinación y debilidad con Cristi, mi sobrina, la que estudiaba para maestra, de quien no se separaba siempre que tenía la oportunidad de estar con ella. Cuando se acercaba el día de la despedida le pedía que se fueran juntas al Sahara, dada la mutua devoción que se profesaban.

La niña no quería que el verano acabara pero es algo inexorable que todo tiene su fin. La consolábamos con la idea de que volvería a ver a su madre a quien echaba mucho en falta. La víspera de su partida mis hermanas le cosieron un bolsillo ciego en el pantalón que contenía algo de dinero, advirtiéndole de que debía dárselo a su madre y a nadie más que a ella.

Conservó la sonrisa hasta el final. Incluso en la fila de niños y niñas para subir al avión de regreso a su país se mostró alegre y radiante. Tan sólo en el último momento, cuando volvió la cabecita para vernos por última vez, su cara se cubrió de una leve melancolía y, con mirada lánguida de unos ojos vidriados, su rostro oscuro se nimbó de una extraña luz. Fue entonces cuando mi hermano, al percibir su declive, con la mano levantada para decirle adiós agachó la cabeza para que no lo viera llorar.

Allá volvía, a su casa. Al sitio de donde procedía. No pudo llevarse el grifo del agua como le hubiese gustado, pero en su equipaje estaban sus juguetes preferidos, un montón de su ropita, y parte de nosotros. Aquí dejaba su reinado. El avión la llevaría al otro lado de la descompensada balanza. De alguna forma me alegra que le pareciera risible y ridícula mi figura con sobrepeso. Se volvía allá donde es mayor lastre la pobreza en extremo, tener la piel oscura, y ser mujer.

Muchas veces vuelve a mi memoria y me contagio de su inagotable entusiasmo. Después de cinco años, ¿qué habrá sido de ella? Aunque improbable, tal vez un día la caprichosa fortuna le permita llevar la vida que de niña proyectó: ser maestra como Cristina. En cualquier caso, ojalá que nunca encuentre obstáculos que le impidan disfrutar de todos los Derechos Humanos con que nació.

Me suscribo a las palabras de José Saramago, si Aminatou Haidar muere, el mundo será un poco más pobre.

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