VISITAS

viernes, 18 de diciembre de 2009

MIS AMIGOS ANIMALES


Con no poco malestar y algo de sentimiento de culpa, mi compañera de trabajo, Mª Jesús, se ha desprendido de su viejo coche. Éste la había acompañado desde hace muchos años, convirtiéndose en testigo de innumerables momentos de su vida. Con él había realizado viajes de todo tipo, como las excursiones de recreo a Santander, las vacaciones al camping, algún traslado de domicilio y, por supuesto, las rutas determinadas por las residencias de sus seres queridos, de las que no han faltado los desplazamientos de urgencia. Haciendo uso del viejo coche, en su interior se han albergado, en múltiples ocasiones, familiares y amigos que en él también han hecho camino. Con la venta, le parecía que se deshacía de todo un mar de recuerdos equipados en su maletero. “Si yo podría haber pasado con él toda la vida” –se lamentaba– antes de estrenar el flamante turismo con un montón de prestaciones de las que el otro carecía. No tardó mucho en negociar el cambio de propiedad del viejo camarada, ya que un joven experto en mecánica comprobó que a pesar de los muchos kilómetros a la espalda, estaba en muy buen estado como resultado de haber sido tratado con minucioso esmero. “Cuídalo bien” le dijo Mª Jesús al nuevo propietario quien, sin entenderla, se sonrió.

Este vínculo de lealtad se corresponde con las relaciones que, de antiguo, se han establecido entre las gentes y las bestias de carga que tanto han contribuido al levantamiento de nuestros pueblos y ciudades. Si se le tiene apego a una máquina, pensaba yo, cuánto no se le ha de tener a un ser viviente y sintiente. Por eso, nunca he podido entender el sufrimiento sin sentido infligido a los animales.

Las circunstancias que me rodean no me permiten tener las mascotas que me gustaría, principalmente porque no puedo dedicarle las atenciones y cuidados que merecen. Sin embargo mi casa la habita, también, un pájaro que me regalaron en el año 2003. Sé que como canario que es, estaría mejor en su hábitat natural retozando en las Islas afortunadas, pero como todas las aves de su especie que han nacido en cautividad, darles la libertad supondría remitirlos a una muerte segura. A veces lo saco de la jaula para limpiársela pero termina bastante agitado y con mucho estrés, por lo que procuro tenerlo fuera de ella el menor tiempo posible. Me lo dieron para que me sintiera acompañado con su canto, pero ya hace mucho que no interpreta ninguna serenata. A veces se anima a cantar cuando oye el ruido del agua que chorrea del grifo, pero las notas que emite no lo caracterizan como ave canora. Un amigo me dijo una vez que si Violín, el canario, no cantaba para qué quería seguir cuidándolo. Si fuera mío –decía– ya lo habría soltado. Ese día nada me indignó tanto, pues mi mascota no es un juguete ni un trasto viejo que tenga que ser sustituido.

A colación de la idea que muchos tienen respecto a los animales: que sólo sirven mientras són útiles, me viene a la memoria uno de los pasajes más tristes que sobre ellos tiene nuestra literatura. Se trata de un capítulo de “Platero y yo” que relata la desafortunada historia de una vieja yegua blanca que tuvo la desdicha de haber envejecido y tener un dueño con muy poca sensibilidad. Éste, cansado de dar de comer al animal lo llevó al "moridero". Pero la yegua aunque vieja, que ni oía ni veía siquiera, regresó a la casa de su amo: “Él, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al final, cayó al suelo y allí la remataron”.

Con esta narración pudiéramos caer en el fácil juicio de creer que la sensibilidad hacia los animales ha cambiado sustancialmente, y que nuestra cultura ya ha adquirido una conciencia tal, que nos lleva a censurar y pontificar ante casos semejantes. Sin embargo, al mismo tiempo, existe una gran incomprensión hacia los postulantes que sostienen que la naturaleza animal es sujeto de derecho. Este choque frontal se puede apreciar en estos días al plantearse el debate con quienes tratan de impedir que se exceptúe de la legislación de protección animal, a las mal llamadas manifestaciones artísticas que crean espectáculo con la tortura.

martes, 8 de diciembre de 2009

LA NIÑA SAHARAUI

A través de la lucha de Aminatou Haidar, activista pro Derechos Humanos, mucha gente está conociendo la realidad del Sahara occidental, pueblo ocupado por un país no democrático. Mi interés por este asunto tuvo lugar, en cambio, hace ya unos años a través de la pequeña que nos iluminó el verano de 2004.

Era la niña más alegre y cariñosa que jamás haya conocido. Lo que más destacaba de ella era su permanente sonrisa, y sus ojos vivarachos. Mi madre ya me había puesto en antecedentes, cuando me dijo por teléfono que había sido la primera en conocerla, pues mi hermano Santiago y mi cuñada se habían dirigido a tal fin a la casa del pueblo: “Es una negrita de pelo ensortijado y la cara de lista” me decía desde el otro lado del auricular cuando me contaba emocionada la novedad más importante de la semana.

A los pocos días pude conocerla: Tenía un cuerpecillo pequeño pero con la esbeltez de un cisne. Era tal su delgadez que parecía que los bracitos se le fueran a partir. Pronto me robó el corazón como ya lo había hecho con toda la familia. Me inspiró una especial ternura y no tuve que esforzarme demasiado para ganarme su simpatía porque recibía agradecida, siempre con una sonrisa, cada muestra de cariño. Tanto así que, en su confianza, más de una vez me colgó el apelativo de “barriga gorda” mientras jugaba y se reía conmigo.

No podía evitar darme cuenta de alguno de sus comportamientos tales como la actitud que tenía cuando a mi sobrino y a ella se les daba la propina para que compraran dulces o chuches. A diferencia del niño que valoraba el dinero por los planes que con él hacía, la niña no tenía tanta prisa por invertirlo. Disfrutaba teniéndolo en la mano moviendo las monedas con sus dedillos y observándolas detenidamente. Hasta donde se pueden adivinar estas cosas entendí que, aunque ella no desconocía el significado del dinero, nunca antes había sido dueña de nada.

La niña saharaui con el nombre de una reina no sabía cuantos años tenía: desconocer el día de su cumpleaños no le ayudaba a llevar la cuenta. Pero era una niña muy lista y no tuvo ningún problema en aprender nuestro idioma y soltarse a hablar en español. Le gustaba mucho nuestra tierra y siempre que le preguntábamos nos decía que estaba pasando un verano muy agradable. En este sentido pudimos dar fe de que, con ella, los objetivos de la Asociación “Amigos del pueblo Saharaui” se habían cumplido. Estaba disfrutando de una vida de regalo de la que no debería privarse a ninguna niña o niño.

Entre todos nosotros, empezando por mi cuñada y mi hermano, quienes tenían la responsabilidad, procuramos que la niña sólo se preocupara de ser feliz. Nos disgustamos el día que un niño de su propio poblado, también de vacaciones en España, le volvió la espalda porque interpretamos que este desprecio podía haberse repetido ya antes.

Tenía especial inclinación y debilidad con Cristi, mi sobrina, la que estudiaba para maestra, de quien no se separaba siempre que tenía la oportunidad de estar con ella. Cuando se acercaba el día de la despedida le pedía que se fueran juntas al Sahara, dada la mutua devoción que se profesaban.

La niña no quería que el verano acabara pero es algo inexorable que todo tiene su fin. La consolábamos con la idea de que volvería a ver a su madre a quien echaba mucho en falta. La víspera de su partida mis hermanas le cosieron un bolsillo ciego en el pantalón que contenía algo de dinero, advirtiéndole de que debía dárselo a su madre y a nadie más que a ella.

Conservó la sonrisa hasta el final. Incluso en la fila de niños y niñas para subir al avión de regreso a su país se mostró alegre y radiante. Tan sólo en el último momento, cuando volvió la cabecita para vernos por última vez, su cara se cubrió de una leve melancolía y, con mirada lánguida de unos ojos vidriados, su rostro oscuro se nimbó de una extraña luz. Fue entonces cuando mi hermano, al percibir su declive, con la mano levantada para decirle adiós agachó la cabeza para que no lo viera llorar.

Allá volvía, a su casa. Al sitio de donde procedía. No pudo llevarse el grifo del agua como le hubiese gustado, pero en su equipaje estaban sus juguetes preferidos, un montón de su ropita, y parte de nosotros. Aquí dejaba su reinado. El avión la llevaría al otro lado de la descompensada balanza. De alguna forma me alegra que le pareciera risible y ridícula mi figura con sobrepeso. Se volvía allá donde es mayor lastre la pobreza en extremo, tener la piel oscura, y ser mujer.

Muchas veces vuelve a mi memoria y me contagio de su inagotable entusiasmo. Después de cinco años, ¿qué habrá sido de ella? Aunque improbable, tal vez un día la caprichosa fortuna le permita llevar la vida que de niña proyectó: ser maestra como Cristina. En cualquier caso, ojalá que nunca encuentre obstáculos que le impidan disfrutar de todos los Derechos Humanos con que nació.

Me suscribo a las palabras de José Saramago, si Aminatou Haidar muere, el mundo será un poco más pobre.

martes, 1 de diciembre de 2009

POBRES PERO HONRADOS

Ya sabía de la existencia del cielo y del infierno, y del terrible demonio con quien mis hermanos disfrutaban asustándome. Una vez lo vi entre llamas en un dibujo del catecismo. Para mis temores, ya lo sabía, aunque procuraba olvidarme de ello porque terminaba siendo una mala pesadilla pensar que tenía que morirme, peor aún, que podía morir en pecado mortal.

Sin embargo no había llegado el día de conocer una de las realidades terrenales que de niño más me marcaron. Tal revelación resultó más difícil de digerir que la sopa del cocido que hacía mi madre que, entonces, tan poco me gustaba.

Yo creía saber más cosas de las que ignoraba: estaba seguro de saber la diferencia entre las personas y los animales porque unas hablaban y otros no. Creía saber lo distintos que éramos los niños de los viejos porque los primeros llorábamos y los otros no. Creía, también, conocer la dualidad entre ricos y pobres porque estos últimos pedían limosna y los otros la daban; en fin, creía incluso que había nacido hacía mucho mucho tiempo aunque podía contar los años que tenía con los dedos de una mano.

Como si fuese ayer, recuerdo que un día dieron unos golpes a la puerta de la calle y salí detrás de mi madre para ver quién llamaba. Yo me quedé mirando el aspecto tan extraño de un hombre feo y desaliñado mientras mi madre volvía por el monedero. Cuando regresó, ella le dijo: “Me gustaría remediarle algo más, pero nosotros también somos pobres”. Posteriormente el señor se despedía: “...que Dios se lo pague”. Acto seguido, cuando "el pobre" se había marchado interpelé a mi madre al no entender por qué le había dicho aquello, si nosotros éramos ricos… La respuesta no se hizo esperar: ¿Quién te ha dicho a ti eso?, nosotros somos pobres y tu padre tiene que trabajar mucho para dar de comer a tanta boca. Ella debió de ver la desilusión de mi cara por lo que trató de animarme compasivamente: Sí hijo, "somos pobres pero honrados”.

Aunque aquello de ser honrados no me consolaba demasiado, yo seguía creciendo con más rapidez que lo hacían mis pantalones (los que anteriormente habían sido de mi hermano Santiago) mientras me acostumbraba a llevar dócilmente el estigma de pertenecer a una familia humilde.

Así, con el tiempo, no había necesidad de que nadie te recordara que no tenías que generar gastos extraordinarios porque, en tales penurias económicas, no era posible hacer ningún desembolso. Por eso, cuando llegaba el día de los Reyes era bobada esperar regalo alguno sabiendo que, a lo sumo, se iban a estirar con un par de calcetines o un verdugo que ya había visto hacer a mi madre con lana y agujas de punto.

Pero eso no era lo peor. Lo molesto era ver cómo los demás estrenaban ropa de domingo; observar los estuches con todo tipo de material escolar; saber que los Reyes habían sido más generosos con ellos porque para eso se habían portado bien.

Roberto era el que más juguetes tenía de mi escuela. Su padre era el director del Banco de la plaza. Aún así, en su codicia, un día me quitó toda la colección de cartones (ilustraciones de cajas de cerillas) que me había llevado tanto tiempo conseguir, mi pequeño tesoro. A cambio, aprendí una nueva lección, la de no ser un “acusica”, porque cuando denuncié el hecho frente a Doña Tere, la maestra, me castigaron a mí porque creyeron en la palabra de Roberto y no en la mía. Me quedé sin mi preciada colección de cartones y, además, me tacharon de envidioso diciéndome que la envidia era el mayor pecado capital de los siete capitales.

A pesar de todo, conservo con cariño mis recuerdos más remotos y la bendita inocencia de mi primera infancia que me preservó durante un tiempo del significado y del peso de palabras como clasismo, desigualdad e injusticia. Sin embargo, hoy en día, a pesar de los años (éstos mismos que mi madre dice que tanto han cambiado) me enorgullezco por tratar de seguir siendo honrado.